La presente pretende ser una bitácora donde publicaré periódicamente artículos jurídicos relacionados a temas de interés general, o que estimo puedan servir de reflexión para los lectores.

jueves, 12 de julio de 2012

¿CONTROLAR O DESREGULAR?

El presente artículo se basa en una entrada muy interesante del blog de mi profesor de Seminario de Integración de Derecho Tributario, Luis Durán Rojo, en la que posteó un interesante artículo de Paul Krugman (Premio Nobel de Economía del año 2008 y profesor de Economía de Princeton) sobre la coyuntura económica actual que transcribo a continuación, publicado en el Diario El País, el 25 de mayo de 2012.

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Por: Paul Krugman

Tras una devastadora crisis financiera, el presidente Obama ha aprobado algunas normas comedidas y evidentemente necesarias, ha propuesto terminar con unas cuantas lagunas legales escandalosas y ha indicado que el historial de Mitt Romney de comprar y vender empresas, y a menudo despedir a los trabajadores y destruir de paso sus pensiones, hace que no sea el hombre adecuado para dirigir la economía de Estados Unidos.
Wall Street ha respondido —previsiblemente, me imagino— con lloriqueos y pataletas. Y en cierto sentido ha sido divertido ver lo infantiles y susceptibles que resultan ser los amos del universo. ¿Se acuerdan de cuando Stephen Schwarzman, de Blackstone Group, comparó una propuesta para limitar las reducciones de impuestos con la invasión de Polonia por Hitler? ¿Se acuerdan de cuando Jamie Dimoon, de JPMorgan Chase, calificó cualquier debate sobre la desigualdad en los ingresos de ataque contra la mismísima noción de éxito?
Pero el problema es el siguiente: aunque los directivos de Wall Street sean críos mimados, son críos mimados con un poder y una riqueza inmensos a su disposición. Y lo que están intentando hacer con ese poder y esa riqueza ahora mismo es comprarse no solo políticas que redunden en su beneficio, sino inmunidad ante las críticas.
De hecho, antes de entrar en eso, permítanme dedicar un momento a desacreditar un cuento de hadas que hemos estado escuchando hasta la saciedad en boca de Wall Street y sus leales defensores; un cuento en el que el increíble daño que las finanzas descontroladas infligieron a la economía de EE UU se pierde en las tinieblas de la memoria y, en lugar de eso, los financieros se convierten en los héroes que salvaron Estados Unidos. Las mejoras de productividad de las tres últimas décadas apenas han llegado a los trabajadores.
Érase una vez, nos dice este cuento de hadas, una tierra de directivos perezosos y trabajadores vagos llamada Estados Unidos. La productividad languidecía y la industria estadounidense se eclipsaba ante la competencia extranjera. Entonces, unos reyes de las adquisiciones, duros y de mandíbula cuadrada como Mitt Romney y el ficticio Gordon Gekko, acudieron al rescate e impusieron la disciplina financiera y laboral. Claro está que a algunas personas no les gustó, y claro está que ellos ganaron mucho dinero por el camino. Pero la consecuencia fue una gran reactivación económica que redundó en beneficio de todos.
Se puede entender la razón por la que a Wall Street le gusta esta historia. Pero no hay en ella un ápice de verdad, excepto la parte en la que los Gekko y los Romney ganan montones de dinero.
Porque el supuesto repunte de la productividad nunca llegó a producirse realmente. De hecho, en Estados Unidos, la productividad empresarial en general creció más deprisa en tiempos de la generación de la posguerra —una época en la que los bancos estaban estrictamente regulados y el capital riesgo apenas existía— de lo que lo ha hecho desde que nuestro sistema político decidió que la codicia era buena. ¿Y qué hay de la competencia internacional? Ahora pensamos en Estados Unidos como un país condenado a unos déficits comerciales perpetuos, pero no siempre ha sido así. Desde los años cincuenta hasta los setenta tuvimos por regla general una balanza comercial más o menos equilibrada y exportábamos casi tanto como importábamos. Los grandes déficits comerciales no empezaron hasta la época de Reagan, es decir, durante el periodo de las finanzas descontroladas.
¿Y qué pasa con esa riqueza que se filtra desde las capas más altas hasta las más bajas? Nunca se filtró. Ha habido unas mejoras significativas de la productividad en estas tres últimas décadas, aunque no de la magnitud que la interesada leyenda de Wall Street querría hacernos creer. Sin embargo, solo una pequeña parte de esas mejoras ha llegado hasta los trabajadores estadounidenses.
Los banqueros han sido rescatados, pero el resto del país sigue sufriendo, de modo que no, los trapicheos financieros no obraron maravillas en la economía estadounidense y hay dudas justificadas sobre por qué, exactamente, quienes trapicheaban han ganado tanto dinero obteniendo unos resultados tan cuestionables.
Estas son, sin embargo, preguntas que los responsables de los trapicheos no quieren que se formulen, y creo que no solo porque quieran defender sus exenciones tributarias y otros privilegios. También hay algo de amor propio. La riqueza inmensa no es suficiente; también quieren deferencia y están haciendo lo que pueden para comprarla. Ha sido sorprendente leer cómo los otrora demócratas de Wall Street han apoyado unánimemente a Mitt Romney, no porque crean que tiene buenas ideas políticas, sino porque se toman las leves críticas del presidente Obama a los excesos financieros como un insulto personal.
Y ha sido especialmente triste ver a algunos políticos demócratas vinculados a Wall Street, como el alcalde de Newark, Cory Booker, acudir diligentemente en defensa de los sorprendentemente frágiles egos de sus amigos.
Como he dicho al principio, en cierto modo el egocéntrico y ególatra comportamiento de Wall Street ha tenido su gracia. Pero aunque este comportamiento pueda resultar gracioso, también es profundamente inmoral.
Piensen en dónde estamos ahora mismo, en el quinto año de una depresión provocada por unos banqueros irresponsables. Los banqueros han sido rescatados, pero el resto del país sigue sufriendo terriblemente, con un paro de larga duración que todavía está a unos niveles que no se habían visto desde la Gran Depresión, con toda una generación de jóvenes estadounidenses licenciándose para entrar en un mercado laboral desastroso.
Y en medio de esta pesadilla nacional hay demasiados miembros de la élite económica que parecen preocupados sobre todo por la forma en que el presidente ha herido sus sentimientos. Eso no tiene gracia. Es una vergüenza.
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Efectivamente, es una vergüenza semejante pataleta. Sin embargo, no es más que una consecuencia del hecho que hayamos convertido de la avaricia, la envidia y la vanidad en virtudes (anteriormente concebidos como vicios o “Pecados Capitales”). El mayor culpable de esta transvaloración de los valores: Adam Smith, quien siguiendo una publicación de 1705 de Bernard Mandeville, titulada “Fábula de las Abejas”, cuyo subtítulo habla por sí mismo: “vicios privados, virtudes públicas”. Así, Smith en su obra “La riqueza de las naciones” e intitulada “Teoría de los sentimientos morales”, propone lo que, siguiendo a Hegel llamaríamos “el deseo del deseo del otro”. De esta manera, formuló su teoría de la “mano invisible”, según la cual “sin ninguna intervención de la ley, los intereses privados y las pasiones de los hombres los llevan a dividir y a repartir el capital… en la proporción que se acerca lo más próximo posible a aquella que demanda el interés general”.
Posteriormente, en 1904, un ingenuo Max Weber, en su obra clásica “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” postulaba que el capitalismo no se caracteriza por la avaricia, o el deseo de dinero, que si tal fuera el caso, éste se habría desarrollado en el Medio Oriente con los fenicios o en la rica Venecia del comercio de especias. Sin embargo, la revolución financiera muestra la fragilidad de esta visión weberiana del capitalismo. Uno de los rasgos que caracterizan el nuevo espíritu del capitalismo que emerge en los años 80 es el alza extravagante de las desigualdades.
Los datos de Thomas Pikketty y Emmanuel Saez muestran que, en Estados Unidos, el 1% más rico de la población recuperó el peso que tenía en el siglo XX, en la época dorada de los rentistas: ganaban más del 16% de la renta nacional, frente al 7% después de la guerra. Es el reinado del dinero loco (“l’argent fou” o “Mad Money”). El Financial Times cita un estudio que calculó las remuneraciones de los dirigentes de los más grandes establecimientos financieros, durante los 3 años que precedieron la crisis, éstos habían acumulado cerca de 100 millardas de ingresos contra 4000 millardas de pérdidas dejadas a la comunidad: es el efecto apalancamiento “a la inversa” (COHEN, Daniel. La Prospérité du vice. Une introduction (inquiète) à l’économie. Paris: Albin Michel, 2009. Pp. 278-279).
Así, el debate entre John Maynard Keynes y Milton Friedman no se reduce a la cuestión de saber si hace falta salvar a los bancos o relanzar el consumo, ya que en plena crisis, está claro que hace falta llevar a cabo ambos. El verdadero debate trata sobre la naturaleza de las economías de mercado. Friedman está convencido que una economía de mercado puede estabilizarse totalmente sola dejándola hacer (“laisser faire”), proponiendo más bien que las acciones de los gobiernos son un factor de inestabilidad.
Keynes, por su parte, piensa lo contrario. Uno de sus comentadores, Axel Leijonhuvfud, ha resumido esta oposición a partir de una metáfora llamada del “corredor”: las fuerzas restaurativas de una economía hacia el equilibrio del pleno empleo pueden funcionar en el sentido deseado, pero solamente al interior de un corredor de confianza. La crisis de las subprimes ha hecho recordar a quienes querían olvidar el valor del razonamiento keynesiano. Sin la intervención determinada de las autoridades, las cuales cuentan sin embargo en su pasivo la caída de Lehman, esta crisis hubiera seguido, paso a paso, a aquella de 1929. El espejismo de un mundo dejado únicamente a las fuerzas de cada uno debe ser olvidado. 25 años después de la revolución financiera, el capitalismo debe sanar sus heridas y repensar sus criterios. La lección de Keynes se vuelve audible y el rol del Estado encuentra el brillo perdido (COHEN. Pp. 284-285).
Por su parte, el ganador del Premio Nobel, Joseph Stiglitz, ya criticaba severamente a la desreglamentación de los mercados en 2003 en su libro “The roaring nineties”, poniendo de ejemplo a Chile, que 20 años después continuaba pagando la factura de la crisis de comienzos de 1980, y a Méjico, cuyo sistema bancario no se recuperaba totalmente del hundimiento que había sufrido 10 años antes. Pero especialmente, criticaba (y pronosticaba) que los errores de la Federal Reserve podían entrar en interacción con las medidas de desreglamentación y las reformas fiscales podían crear e inflar una burbuja que terminaría por explotar. Probando su tesis con el hecho que la conjunción de la desreglamentación de las cajas de ahorro por el presidente Reagan y los efectos devastadores sobre los bancos del alza sin precedentes de la tasa de interés decidida por la Federal Reserve crearon una burbuja del mercado inmobiliario cuya explosión costó a los contribuyentes americanos más de 100 millardas de dólares y condujo a la recesión de los años 1990-1991 (STIGLITZ, Joseph E. Quand le capitalisme perd la tête. Paris: Fayard, 2003).
Así, con la crisis de las subprimes en el 2008, se comprobó la profecía de Stiglitz, quien no dudó en criticar dicha imperdonable negligencia en su libro Freefall, publicado en 2010. En donde, en pocas palabras propone que cuando los mercados son dejados solos, apoyándose en el interés propio de los participantes del mercado, ellos no aportan una eficiencia óptima ni garantizan la prosperidad (STIGLITZ, Joseph E. Caída libre. El libre mercado y el hundimiento de la economía mundial. Taurus: Buenos Aires, 2010.)
Stiglitz considera que los mercados se encuentran en el corazón de todas las economías exitosas, pero que los mercados no funcionan bien por sí mismos. En este sentido, se alinea a la tradición de Keynes. Según él, el gobierno debe desempeñar un papel, y no sólo en el rescate de la economía cuando los mercados fallan y en regulación de los mercados para prevenir los tipos de fallas que acabamos de vivir. Las economías necesitan un equilibrio entre el papel de los mercados y el papel del gobierno - con importantes contribuciones por parte de instituciones ajenas al mercado y no gubernamentales. En los últimos 25 años, Estados Unidos perdió el equilibrio, y empujó su perspectiva desequilibrada en países de todo el mundo.

La crisis actual ha puesto al descubierto fallas fundamentales del sistema capitalista, o al menos de la peculiar versión del capitalismo que surgió en la última parte del siglo XX en los EE.UU. (a veces llamado capitalismo al estilo norteamericano). No es sólo una cuestión de individuos defectuosos o errores específicos, ni tampoco es un asunto de la fijación de algunos problemas menores o de ajustar algunas políticas. Los números reforzaron el auto-engaño americano. Después de todo, nuestra economía estaba creciendo mucho más rápido que casi todo el mundo, con excepción de China, y teniendo en cuenta los problemas que pensamos que se había visto en el sistema bancario chino, era sólo cuestión de tiempo antes de que el sistema financiero americano también se derrumbase.

De esta manera, Stiglitz haya en los bancos y en el consumismo exacerbado, las principales causas de la crisis, postulando que la adaptación de las sociedades americana y británica a la nueva realidad, puede requerir una disminución de un 10% del consumo. Para él, la Gran Recesión de 2008 era una consecuencia inevitable de unas políticas que habían sido aplicadas a lo largo de los años precedentes, las cuales evidentemente habían sido conformadas por intereses particulares. En la larga lista de los responsables de la crisis incluye a los economistas, que proporcionaron a los grupos de interés argumentos sobre los mercados eficientes y autorreguladores. Y recuerda que en el Foro Económico Mundial de Davos de 2007, él había predicho problemas inminentes, cada vez más enérgicamente, durante las reuniones anuales precedentes, sin embargo, la expansión económica mundial proseguía vertiginosamente y la tasa de crecimiento mundial del 7% no tenía precedentes, ante lo cual él explicó al público que cuando la crisis golpeara, sería más dura y más prolongada que en otras circunstancias (STIGLITZ. Caída libre. Pp. 21-23).

Es por esto, que el psicólogo inglés Clive R. Boddy, propone una singular tesis en el muy serio Journal of Ethics: “The Corporate Psychopaths Theory of the Global Financial Crisis” ("La Teoría de los Psicópatas Corporativos de la Crisis Financiera Global"). Es sabido que a diferencia de los sociópatas, los psicópatas pueden pasar desapercibidos. Existen sociópatas indetectados que pueden alcanzar el éxito social, entre los cuales se encuentran los “corporate psycopaths” o psicópatas de la empresa. Así, en tanto el psicópata es un egocéntrico sin escrúpulos, no busca otra cosa que el poder, el dinero, el prestigio, las empresas modernas ofrecen un nicho ecológico perfecto, ejemplo seguro: Lehman Brothers. Si a esto le añadimos la manera cómo las personas son empleadas, es comprensible que los psicópatas accedan a puestos de responsabilidad. Ciertos estudios realizados en Australia, EE.UU. y Gran Bretaña, muestran que se encuentran más psicópatas en puestos altos de grandes empresas que en la población en general (4% contra 1%). Según Clive Boody, “son los psicópatas de empresa aquellos, cuyo afán por las ganancias y la avaricia han provocado la crisis, los que hoy día dan consejos a los gobiernos sobre la manera de cómo salir de ella”. La moraleja es tan simple como la tradición humana: da el poder a un hombre sin prever un contrapoder eficaz y lo transformarás en déspota. Desde este punto de vista, en economía más que en otras áreas, nos falta mucho por hacer.

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